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'Ya verás, lo más duro no son los alemanes, ni la Abwehr, es la humanidad. Porque si solo tuviésemos que temer a los alemanes, sería fácil: a los alemanes se les ve venir de lejos, con su nariz chata, su pelo rubio y su fuerte acento. Pero no están solos, nunca lo han estado: los alemanes han despertado los demonios, han avivado las vocaciones del odio. Y en Francia el odio también es popular, el odio al otro, envilecedor, sombrío, que desborda en todo el mundo, en nuestros vecinos, nuestros amigos, nuestros parientes. Quizás hasta en nuestros padres. Debemos desconfiar de todo el mundo. Eso será lo más difícil: esos instantes de desesperación en los que tendrás la impresión de que no puedes salvar a nadie, que todo el mundo se seguirá odiando, que la mayoría morirá de muerte violenta, por lo que son, y que solo los más discretos y los mejor escondidos morirán de viejos. Ay, lo que vas a sufrir, hermano, al descubrir lo muy despreciables que son nuestros semejantes, hasta nuestros padres, repito. ¿Y sabes por qué? Porque son cobardes. Y un día lo pagaremos, lo pagaremos porque no habremos tenido el valor de levantarnos, de protestar contra los actos más abyectos. Nadie quiere gritar, nadie; gritar jode a la gente. Bueno, en realidad no sé si les jode, o les da pereza. Pero los únicos que gritan son aquellos a quienes están pegando, y es por los golpes. En cambio, nadie grita de rabia, nadie grita para armar jaleo. Siempre ha sido así, y siempre lo será: la indiferencia. La peor de las enfermedades, peor que la peste y peor que los alemanes. La peste se erradica, y los alemanes, nacidos mortales, acabarán muriendo todos. En cambio, la indiferencia no se combate, o es muy difícil'. [...]
'Los últimos días de nuestros padres' (2012) Joël Dicker.
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